lunes, 11 de junio de 2007

Microprólogo por Marcial Fernández

Microprólogo de un
microrrelatista a otro microrrelatista
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Dice el refrán: “Perro que ladra no muerde”. Mentira. Todas las razas perrunas que se dejan sentir en Jauría, de Fernando Sánchez Clelo, muerden. Aunque tampoco sus ladridos son bravuconadas. Todo lo contrario: se trata de onomatopeyas a veces violentas, a veces amorosas, a veces humorísticas, etcétera, que no se acompañan de alardes, sino de la música necesaria, apenas unas cuantas líneas, para clavarle los caninos al lector. Pero a diferencia de las mordidas reales —esas que suceden en un parque cualquiera, en una calle abandonada, en el jardín de la residencia o en el mitin político—, la legión canina de Sánchez Clelo no se caracteriza por provocar dolor y sí descubre placeres propios de la literatura, en la que, por ejemplo, se obtiene el mayor de los bienes del mayor de los males, como en las corridas de toros —para seguir con las metáforas fabulosas, fabularias o de fábula—, en las que un acto violento, la tauromaquia misma, de pronto, casi de milagro, se transforma en un acto templado y, además, profundamente bello. Esto es lo que le puede decir un microrrelatista a otro microrrelatista y no extenderse en el tema —prólogo le dicen; microprólogo en el presente caso— por aquello de “perro no come perro” y romper las reglas de lo mínimo: intentar decir lo más con lo menos. Y, aparte, cada uno de los microrrelatos de Jauría se defiende solo, pues son verdaderos canes de pelea que, con su esbeltez —músculo sin grasa—, garbo —elegancia sin afectaciones— y velocidad —lumínicos cual relámpago—, crean esa sensación de sorpresa y asombro tan propias de los que conocen la magia de las palabras.

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